
Una vez, cuando era pequeño, mi madre mi llevó al médico. Al salir del consultorio, fuimos a hacer unas compras, y recuerdo que aquel día se abrió ante mí el mundo desconocido que se les oculta a los niños recluidos en las escuelas. Ese día me sentía como un explorador en un país extraño, el de los mayores, con sus señoras entrando y saliendo de las tiendas, el ruido matutino de las cafeterías, las persianas metálicas de los comercios y las furgonetas de reparto.
Recuerdo la impresión de la Plaza de Abastos (que aún estaba en el Centro y a la que se bajaba por unas escaleras), los olores y colores de su infinidad de puestos. El del pescado, del que me deslumbraron las hileras de azulejos blancos y el hielo sobre el que se alineaban animales para mí extraordinarios. La voz cantarina y gritona de los carniceros. El olor ácido y picante de los salazones y encurtidos. Y, sobre todo, las fruterías, con esas cajas de plástico sobre las que se derramaban en cascada lechugas, tomates y pimientos relucientes, racimos de uva, plátanos y naranjas.
Desde entonces tengo especial simpatía por ese tipo de mercados y tiendas, y cada vez que veo uno me viene a la memoria aquel día que me llevaron al médico, no recuerdo por qué, ni creo que fuera nada grave, porque sigo vivo.