Una vez, cuando era pequeño, mi madre mi llevó al médico. Al salir del consultorio, fuimos a hacer unas compras, y recuerdo que aquel día se abrió ante mí el mundo desconocido que se les oculta a los niños recluidos en las escuelas. Ese día me sentía como un explorador en un país extraño, el de los mayores, con sus señoras entrando y saliendo de las tiendas, el ruido matutino de las cafeterías, las persianas metálicas de los comercios y las furgonetas de reparto.
Recuerdo la impresión de la Plaza de Abastos (que aún estaba en el Centro y a la que se bajaba por unas escaleras), los olores y colores de su infinidad de puestos. El del pescado, del que me deslumbraron las hileras de azulejos blancos y el hielo sobre el que se alineaban animales para mí extraordinarios. La voz cantarina y gritona de los carniceros. El olor ácido y picante de los salazones y encurtidos. Y, sobre todo, las fruterías, con esas cajas de plástico sobre las que se derramaban en cascada lechugas, tomates y pimientos relucientes, racimos de uva, plátanos y naranjas.
Desde entonces tengo especial simpatía por ese tipo de mercados y tiendas, y cada vez que veo uno me viene a la memoria aquel día que me llevaron al médico, no recuerdo por qué, ni creo que fuera nada grave, porque sigo vivo.
Es cierto. Esos días han representado un descubrimiento especial en nuestras vidas.
ResponderEliminarTe felicito por este blog, y por sus fotos. Es sencillamente genial y agradable de leer; es más, yo diría, que por medio de su lectura, parece que se te conociera de toda la vida, y mis oídos, internamente, escucharan el diálogo que mi mente teje según voy leyendo.
Enhorabuena y adelante.
francisco javier costa lópez