sábado, 4 de junio de 2011

Sobre recuerdos y escombros


El terremoto de Lorca del pasado 11 de mayo ha dejado un panorama de casas derribadas y demoliciones. Ayer tiraron abajo el piso en el que viví hasta que tuve 9 años. No sé quién lo había habitado desde 1992, ni qué ocurrió entre sus paredes desde entonces. Pero, cuando vi la pala acometer sus pilares y demolerlo, se me hizo un nudo en el estómago (es ésta una frase gastada, un lugar común, pero ayer descubrí lo que tiene de cierto).

De aquel piso guardo los primeros recuerdos de mi vida, incluso algunos que no son míos. Por ejemplo, sin haberlo visto, recuerdo a mis padres, jóvenes, recién casados, empezando una vida juntos en esa casa. Y a todo esto hay que añadir todo lo que me vino ayer a la mente, momentos de aquellos primeros años de mi existencia que recordé y sigo recordando con claridad: el tren eléctrico que una Navidad nos trajeron los Reyes Magos, los ladrillos de plástico con los que diseñé cientos de naves espaciales, el escalón del patio en el que mi hermano se dió un día un golpe en la cabeza, la televisión en la que los sábados veíamos los dibujos animados de Sherlock Holmes, la bañera que era una piscina para nosotros, los Cuadernos Rubio ("tienes letra de médico", me decían, y así sigo). Mi hermano pintaba el papel de las paredes y yo miraba por la ventana. Recuerdo el día que murió mi bisabuela, porque fue la primera vez que vi llorar a mi madre. Aún sé de memoria el número de teléfono.

Había una vecina en el piso de arriba que siempre movía los muebles los sábados por la mañana temprano, y en la planta baja había una guardería donde nos quedábamos cuando mis padres se iban a trabajar (tenía un patio enorme, y nos hacían dormir la siesta, qué largas). Al lado del piso había una serrería abandonada: de vez en cuando se colaban culebras en el portal, y mi padre las cogía con las manos y las tiraba a la carretera (para un niño, aquello era poco menos que la proeza de un héroe). Una noche hubo un incendio en un almacén de enfrente, un incendio muy grande, y toda la familia lo vivimos desde el balcón como una película.

De todos aquellos años hay muchas fotos, aunque hay una que guardo con especial cariño: la que mi hermano y yo tenemos vestidos con la camiseta del Real Madrid en el patio, serios, repeinados, como si la vida se hubiera detenido en ese instante, ajenos a lo que viene después. Ya se sabe: crecemos, cambiamos, tratamos de madurar y ser mejores, recibimos golpes y a veces también los damos...

Derribaron el piso y me acordé de la mirada de ese niño, que soy yo. Sentí que no eran los recuerdos de un hombre joven con casi treinta años, sino los del niño que había seguido viviendo allí hasta ayer mismo. Tal vez porque, cuando salí de aquel piso por última vez, entré en una nueva etapa de mi vida y mi infancia quedó para siempre en aquella primera planta de la Avenida Santa Clara, algo en lo que nunca había pensado y de lo que me he dado cuenta ahora.

Hoy cumplo 28 años, y nunca como este 4 de junio había sido tan consciente de lo que eso supone.

Otra lección importante del terremoto: los recuerdos pesan más que los escombros, pero siempre irán con nosotros.

lunes, 18 de octubre de 2010

Comienza a suceder

Pasos y Días / Step & Days 40

La vida es una sucesión de instantes. Pero sólo hay unos pocos momentos muy, muy precisos, en los que sabemos que algo ocurre, esos momentos del presente en los que el futuro comienza a suceder. Imposible captarlos con una imagen. Apenas podríamos describirlos con palabras en caso de que lo intentáramos de esta forma.

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miércoles, 21 de julio de 2010

El silencio de los náufragos

Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
y que el mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados.

Federico García Lorca.

Ambas historias no tienen nada que ver, y sin embargo hay mucho en común entre ellas.

La primera me la contó una persona del Servicio de Salvamento Marítimo. Más que una historia es una escena que se repite por desgracia con frecuencia: alguien llama desde Argelia, una mujer a la que un hombre le dejó anotado ese teléfono antes de embarcarse en una patera. La mujer pregunta por la embarcación en la que viajaba su hijo o su marido, que salió hace un par de días, tiempo en el que no ha tenido noticia de ningún tipo. La persona que atiende el teléfono le contesta que no se ha detectado ni rescatado ninguna patera, ni en Murcia ni en Almería. La voz femenina, apenas un susurro, pregunta en ese momento qué ha podido pasar con la patera. "¿Y entonces...?", dice, dejando sin acabar la frase que sigue.

La segunda historia me ocurrió a mí: un día, en la redacción, llegó una señora ya mayor, a la que bastaba un vistazo para situar en ese tipo de mujeres que igual se han deslomado desde niñas recogiendo oliva que fregando escaleras de adulta. Había oído en la radio una noticia sobre las asociaciones que buscan a los familiares desaparecidos en fosas comunes de la Guerra Civil. Nos contó la historia de su hermano, que con 18 años se había montado en un tren con otros cientos de jóvenes camino del frente, para luchar en el bando republicano, y desde entonces no habían sabido nade de él. Su idea era ponerse en contacto con esas asociaciones, porque aunque ella era muy niña y casi no conoció a su hermano, querría encontrarlo. "¿Y a dónde fue su hermano?", pregunté. "A Teruel", contestó la señora. "Allí estaba la guerra, ¿no?".

Aquella escena se me quedó grabada, y sólo al escuchar lo que ocurre con las pateras a las que nadie encuentre se me ha revelado lo que tiene de trágico ese instante de silencio en el que nos guardamos la respuesta que no queremos dar: explicar que la patera fue tragada por el mar, que Teruel vivió algunas de las escenas más crudas de la Guerra Civil y del desastre republicano. Son esas décimas de segundo, en las que el silencio, al mismo tiempo que calla una realidad desagradable, nos asoma a las vidas inocentes que han naufragado durante siglos por culpa de los hombres.

miércoles, 23 de junio de 2010

Las olas

Es uno de esos momentos en los que uno se encuentra absorto, como cuando se mira las olas y el horizonte con la mente totalmente en blanco y sin nada que la ocupe. Sólo eso, mirar las olas. Por eso, hace tiempo que no hago anotaciones en el cuaderno de tapas verdes y aún no he estrenado el de tapas negras.

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miércoles, 19 de mayo de 2010

Habitaciones de hotel

Me gustan los hoteles porque me siento un desconocido. Un nombre, una reserva, un número de habitación. Asomarme a la ventana de la habitación y ver una ciudad diferente a la mía, ser un extraño, tal vez un extranjero que habla una lengua incomprensible. Me gusta quitarme mi piel diaria y no ser yo, ni siquiera otro, tan sólo nadie. Sacar el vaso de cristal de su bolsa de plástico y colocarlo sin usar junto a lavabo. Dejar las toallas en el suelo, si lo que quiero es que las cambien. Sentarme en el hall y ver a la gente que entra y que sale: familias, parejas, ejecutivos, turistas, ejecutivos con parejas, ejecutivos con familias, viajantes y viajeros... Luego, echo un último vistazo por la ventana y me meto en una cama, de sábanas blancas y frías, en la que nunca he estado.

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lunes, 10 de mayo de 2010

Globos de colores

Momento naïf, en el que se aglutinan en un racimo los globos con los colores chillones de los dibujos televisivos. Grandes ojos, grandes sonrisas, los gestos más surrealistas de la factoría Disney o del lejano Japón, gruesas líneas negras delimitando las formas estiradas por los creadores. Imposible no posar la vista sobre ellos, agitados por el viento.

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jueves, 29 de abril de 2010

Libros que no son míos

Siempre quise inventar la historia de aquella mujer, hasta que comprendí lo injusto que podía ser eso. Sólo era un nombre, una ciudad y una fecha en la primera página de un libro: "Mª Pilar, París, 1968". Lo bastante tentador para que la imaginación trazara el retrato su retrato de entonces y no el de ahora.

El libro es un tomo de una antología de poesía francesa ("depuis Baudelaire" especifica la portada) que encontré en un puesto de libros usados en la Calle Moyano y que muchos antes una desconocida había comprado en el legendario París del 68, con sus estudiantes universitarios y sus revueltas de mayo.

Sin embargo, ¿y si la joven estudidante española a la que yo ponía cara e imaginaba comprando ese libro no se parecía en nada a la que había sido, la que en realidad fue? O lo que es peor, ¿y si esa chica se ha convertido ahora en una mujer que contempla sin ningún tipo de nostalgia unas hipotéticas locuras de juventud que yo le quiero atribuir sin conocerla, y que la llevaron a deshacerse de ese libro?

Sería injusto para ella hacer un retrato caprichoso y arbitrario que parte de lo que yo quiera imaginar. Por lo que la historia que puede comenzar de una anotación manuscrita como ésa tendré que guardarla para mí.

Es más, últimamente empiezo a pensar también en lo triste que es que un libro con esa historia termina su viaje en mi estantería.

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lunes, 26 de abril de 2010

Ejercicios de ironía (y III)

Ejercicio nº3: Que un libro póstumo de Boris Vian se titule "No quisiera morir".


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lunes, 19 de abril de 2010

Ejercicios de ironía (II)

Ejercicio nº2: Que el emblema de un imperio todopoderoso acabe como elemento decorativo en la tapa del alcantarillado.

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jueves, 15 de abril de 2010

Ejercicios de ironía (I)

Ejercicio nº1: Que un letrero luminoso pretenda vendernos algo realmente fanta--ic, y en realidad resulte bastante cutre.

lunes, 12 de abril de 2010

Llamada perdida

Me siento decepcionado al no ser capaz de reflejar la inquietud que despierta en mí: una sola instantánea no puede captar el movimiento del cartel luminoso que se enciende y se apaga, se enciende y se apaga, se enciende y se apaga. Un teléfono enorme y bello, con una forma que ya resulta antigua y obsoleta para los teléfonos que conocemos, pero cuya luz intermitente repite en silencio un mensaje: llama, llama, llama. Un reflejo morado como la culpa, que a intervalos nos recuerda esa llamada que todos tenemos clavada camino del estómago. Un familiar, un amigo, una antigua novia... Una llamada que debimos hacer para dar una expliacion, una excusa, disculpar un acto cobarde o una arrogancia impertinente, marcar el número de teléfono y sólo decir: "tenía ganas de escuchar tu voz", "sé que debía haber llamado antes", explicar por qué aquél día hicimos lo que hicimos, dijimos lo que dijimos, nos comportamos de aquella forma que tanto mal nos hizo, que marcó una línea entre ambos, una separación estúpida, enquistada, y por culpa de la cual convertimos en oportunidades perdidas todos los buenos ratos que podíamos haber compartido en este tiempo, todo lo que perdimos por no haber descolgado el teléfono, por no haber visto antes el reclamo luminoso de un locutorio que dice llama, llama, llama.

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miércoles, 7 de abril de 2010

Tengo que lavar el coche

Para hacernos los duros y los interesantes, nos reimos de la gente que aprovecha el domingo para ir a lavar el coche y hablamos de ellos como "esa clase de gente que va a lavar el coche los domingos".

Pero entonces llega el día en el que vamos a lavar el coche en domingo, y no nos damos cuenta de que hay alguien en algún lugar que, para hacerse el duro y el interesante, se refiere a nosotros como "esa clase de gente que va a lavar el coche los domingos".

Casi el mismo proceso por el que nuestros ojos se detienen en las necrológicas del periódico, deseando que no nos llegue el momento, aunque sabemos que nadie puede escapar, al igual que todos tenemos que lavar el coche alguna vez, y por lo general en domingo.

lunes, 5 de abril de 2010

Lenguas extrañas

Me gusta leer libros en otros idiomas porque me permiten (al menos por cinco minutos al día) sentirme extraño y extranjero, aunque sólo sea en las arquitecturas mentales que se construyen en otras lenguas, por la sensación de ausencia y ser ajeno que me despiertan las palabras desconocidas, las sintaxis exóticas y las gramáticas complejas que hay que ir descifrando página tras página.

lunes, 8 de marzo de 2010

Como en un día de fiesta


Como en un día de fiesta,
las respetables mujeres maduras
de respetables barrios londinenses
enseñaban las tetas en la piscina
a las diez y cuarenta y ocho de la mañana.

Por el desayuno desfilaba
una monstruosa parada
de tullidos, lisiados y jubilados
por obra y gracia de las británicas pensiones
de Su Majestad la Reina.

Luego estaban los tatuados,
los solícitos macarras de la happy hour
(de 17:00 a 18:00h y de 20:00 a 21:00h),
los impasibles espectadores
de dúos musicales con desconchones.

Lo mejor era volver a la habitación,
encender la tele
y encontrarnos en las sábanas blancas.

Hacer el amor y soñar
con Cabo de Gata y películas de Sergio Leone.
Como si fuera un día de fiesta.

lunes, 1 de marzo de 2010

Otra ciudad

A veces sueño con empezar una vida nueva en una ciudad desconocida, y enamorarme de ella como de una mujer casada, que se entrega adúltera y sin ser nunca tuya. Quererla en lugares de paso y a horas intespestivas. Aprender su idioma, el lenguaje de sus gestos y los caprichos de su mapa. Ver cómo anochece en sus tejados.