El terremoto de Lorca del pasado 11 de mayo ha dejado un panorama de casas derribadas y demoliciones. Ayer tiraron abajo el piso en el que viví hasta que tuve 9 años. No sé quién lo había habitado desde 1992, ni qué ocurrió entre sus paredes desde entonces. Pero, cuando vi la pala acometer sus pilares y demolerlo, se me hizo un nudo en el estómago (es ésta una frase gastada, un lugar común, pero ayer descubrí lo que tiene de cierto).
De aquel piso guardo los primeros recuerdos de mi vida, incluso algunos que no son míos. Por ejemplo, sin haberlo visto, recuerdo a mis padres, jóvenes, recién casados, empezando una vida juntos en esa casa. Y a todo esto hay que añadir todo lo que me vino ayer a la mente, momentos de aquellos primeros años de mi existencia que recordé y sigo recordando con claridad: el tren eléctrico que una Navidad nos trajeron los Reyes Magos, los ladrillos de plástico con los que diseñé cientos de naves espaciales, el escalón del patio en el que mi hermano se dió un día un golpe en la cabeza, la televisión en la que los sábados veíamos los dibujos animados de Sherlock Holmes, la bañera que era una piscina para nosotros, los Cuadernos Rubio ("tienes letra de médico", me decían, y así sigo). Mi hermano pintaba el papel de las paredes y yo miraba por la ventana. Recuerdo el día que murió mi bisabuela, porque fue la primera vez que vi llorar a mi madre. Aún sé de memoria el número de teléfono.
Había una vecina en el piso de arriba que siempre movía los muebles los sábados por la mañana temprano, y en la planta baja había una guardería donde nos quedábamos cuando mis padres se iban a trabajar (tenía un patio enorme, y nos hacían dormir la siesta, qué largas). Al lado del piso había una serrería abandonada: de vez en cuando se colaban culebras en el portal, y mi padre las cogía con las manos y las tiraba a la carretera (para un niño, aquello era poco menos que la proeza de un héroe). Una noche hubo un incendio en un almacén de enfrente, un incendio muy grande, y toda la familia lo vivimos desde el balcón como una película.
De todos aquellos años hay muchas fotos, aunque hay una que guardo con especial cariño: la que mi hermano y yo tenemos vestidos con la camiseta del Real Madrid en el patio, serios, repeinados, como si la vida se hubiera detenido en ese instante, ajenos a lo que viene después. Ya se sabe: crecemos, cambiamos, tratamos de madurar y ser mejores, recibimos golpes y a veces también los damos...
Derribaron el piso y me acordé de la mirada de ese niño, que soy yo. Sentí que no eran los recuerdos de un hombre joven con casi treinta años, sino los del niño que había seguido viviendo allí hasta ayer mismo. Tal vez porque, cuando salí de aquel piso por última vez, entré en una nueva etapa de mi vida y mi infancia quedó para siempre en aquella primera planta de la Avenida Santa Clara, algo en lo que nunca había pensado y de lo que me he dado cuenta ahora.
Hoy cumplo 28 años, y nunca como este 4 de junio había sido tan consciente de lo que eso supone.
Otra lección importante del terremoto: los recuerdos pesan más que los escombros, pero siempre irán con nosotros.
De aquel piso guardo los primeros recuerdos de mi vida, incluso algunos que no son míos. Por ejemplo, sin haberlo visto, recuerdo a mis padres, jóvenes, recién casados, empezando una vida juntos en esa casa. Y a todo esto hay que añadir todo lo que me vino ayer a la mente, momentos de aquellos primeros años de mi existencia que recordé y sigo recordando con claridad: el tren eléctrico que una Navidad nos trajeron los Reyes Magos, los ladrillos de plástico con los que diseñé cientos de naves espaciales, el escalón del patio en el que mi hermano se dió un día un golpe en la cabeza, la televisión en la que los sábados veíamos los dibujos animados de Sherlock Holmes, la bañera que era una piscina para nosotros, los Cuadernos Rubio ("tienes letra de médico", me decían, y así sigo). Mi hermano pintaba el papel de las paredes y yo miraba por la ventana. Recuerdo el día que murió mi bisabuela, porque fue la primera vez que vi llorar a mi madre. Aún sé de memoria el número de teléfono.
Había una vecina en el piso de arriba que siempre movía los muebles los sábados por la mañana temprano, y en la planta baja había una guardería donde nos quedábamos cuando mis padres se iban a trabajar (tenía un patio enorme, y nos hacían dormir la siesta, qué largas). Al lado del piso había una serrería abandonada: de vez en cuando se colaban culebras en el portal, y mi padre las cogía con las manos y las tiraba a la carretera (para un niño, aquello era poco menos que la proeza de un héroe). Una noche hubo un incendio en un almacén de enfrente, un incendio muy grande, y toda la familia lo vivimos desde el balcón como una película.
De todos aquellos años hay muchas fotos, aunque hay una que guardo con especial cariño: la que mi hermano y yo tenemos vestidos con la camiseta del Real Madrid en el patio, serios, repeinados, como si la vida se hubiera detenido en ese instante, ajenos a lo que viene después. Ya se sabe: crecemos, cambiamos, tratamos de madurar y ser mejores, recibimos golpes y a veces también los damos...
Derribaron el piso y me acordé de la mirada de ese niño, que soy yo. Sentí que no eran los recuerdos de un hombre joven con casi treinta años, sino los del niño que había seguido viviendo allí hasta ayer mismo. Tal vez porque, cuando salí de aquel piso por última vez, entré en una nueva etapa de mi vida y mi infancia quedó para siempre en aquella primera planta de la Avenida Santa Clara, algo en lo que nunca había pensado y de lo que me he dado cuenta ahora.
Hoy cumplo 28 años, y nunca como este 4 de junio había sido tan consciente de lo que eso supone.
Otra lección importante del terremoto: los recuerdos pesan más que los escombros, pero siempre irán con nosotros.